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Ministerio del tiempo

  • Adriana Fernández, 1º BTO
  • 31 may 2016
  • 3 Min. de lectura

NIEKVERLAAN/ El paso del tiempo


Era día diez de marzo de 2015 y acababa de salir de casa para ir al trabajo. Las calles estaban llenas de coches y salía vaho de las alcantarillas. Los autobuses estaban completos y la gente que iba a pie estaba consultando sus teléfonos móviles.


En mi trayecto, observaba lo que sucedía a mi alrededor: empresarios vestidos de traje, gente limpiando las calles, personas repartiendo folletos… Todo muy normal. Al llegar al trabajo, hasta un niño se daría cuenta de que hoy en día dependemos totalmente de las nuevas tecnologías.


Cada vez que entraba a la oficina, pensaba “¿Para qué necesitamos tanto?”. Después me dirigí a mi despacho, pensando que iba a ser un día como cualquier otro, pero en el camino me crucé con esas personas que atravesaban las puertas de lo que llaman “El Ministerio del Tiempo” y pensé: yo también tengo que hacerlo.


Ese día crucé mi primera puerta, que me llevó al siglo XVI. Todo allí era completamente distinto. Aparecí en una vieja vivienda abandonada. Era muy sencilla y el escaso mobiliario se concentraba en una habitación común. Hacía algo de calor y decidí salir a la calle. Había mucha gente. La mayoría de los individuos vestían prendas sucias y viejas, pero una segunda parte de aquella multitud vestía de manera elegante, e iba acompañada por un grupo de lo que parecían ser guardias. Enseguida me percaté de que en aquella época había una jerarquía de clases y que, como bien había leído en los libros, los títulos se conseguían por herencia.


De repente se inició una pelea entre dos campesinos y, seguidamente, apareció un grupo de hombres armados. Se trataba de la inquisición: un órgano gubernamental que se encargaba de mantener el orden en el pueblo y de descubrir y castigar las faltas contra la fe o las doctrinas de la iglesia.


Estuve caminando, observando las viviendas y posadas de las calles, hasta que acabé entrando en uno de aquellos mesones. Me sorprendí al encontrarme con un espectáculo. Un muchacho joven estaba contando una historia. Empezó declarando que su mujer le era infiel y, posteriormente, comenzó a narrar episodios de su infancia y de cómo había sobrevivido, pasando de unos amos a otros. En ese momento me di cuenta: aquel muchacho era Lázaro de Tormes. Me quedé asombrada.Yo había leído “El Lazarillo de Tormes”, y todo lo que había visto hasta ahora se correspondía con el libro. Las relaciones feudales amo-señor que pude contemplar cuando una mujer bajaba de un carruaje acompañada de lo que parecía su vasallo o cómo la gente trataba de sobrevivir, mientras que los ricos gozaban de privilegios. Cuando salí de la posada, me maravillé al ver una pequeña escuela. En esa época la creación literaria estuvo fuertemente sujeta a una censura y el inquisidor general publicó el Índice de libros prohibidos. Pero, a pesar de ello, la cultura española vivió un verdadero período de apogeo y el género de la picaresca culminó gracias a la famosa novela “El Lazarillo de Tormes”.


Finalmente decidí volver al Ministerio. Aquella tarde, mientras trabajaba, no paraba de pensar en lo que había visto y a quién había visto. Caminando por las calles de Madrid, empecé a comparar, instintivamente, nuestra sociedad con la sociedad que hoy había visitado. Mientras en otras épocas el ser humano procuraba consumir de acuerdo con sus necesidades naturales, en la actualidad las personas tienden a crear una serie de hábitos y modos de vida que nos llevan a consumir por mero placer. En fin, vivimos en una sociedad consumista. Jamás el género humano tuvo a su disposición tantas riquezas, tantas posibilidades, tanto poder económico y, sin embargo, una gran parte de la humanidad sufre hambre y miseria, y son muchos los que no saben leer ni escribir.Además del obvio avance de la tecnología que ha transformado completamente el mundo, haciendo que sea posible y más accesible el aprendizaje y la búsqueda de información, entre otros, cabe destacar que la esclavitud ha ido desapareciendo de nuestras costumbres. Algo de lo que habríamos de estar orgullosos.


Ver lo que nuestros antepasados han vivido, lo que otros han sufrido, ha sido una experiencia única. Probablemente la próxima vez vaya al siglo XV y, lo sé, me estoy jugando mi puesto de trabajo, pero ver lo que muy poca gente tiene la oportunidad de ver y aprender de ello, merece la pena.


 
 
 

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